MIEDO | Un relato de Gabriel Guanca Cossa

Estaban tirados, bocarriba, sobre una manta. Ella estaba descalza y rozaba el pasto con la planta de sus pies. Él, en cambio, se había puesto las medias y comenzaba a calzarse las zapatillas.

—¿Te pasa algo? —dijo ella.

—No.

—¿Entonces?

—Es que… deberíamos irnos ya.

—¿Irnos? Yo no me quiero ir, íbamos a ver el amanecer.

—Cambié de planes.

Se miraron en silencio un rato. Él volvió a sus zapatillas: se ataba los cordones. Ella seguía sobre la manta, casi desnuda, mirándolo a él.

—Es eso otra vez ¿verdad? —dijo ella. Sacó la remera que tapaba su entrepierna y se la puso. Él la miró, le gustaba ver su cuerpo a medio vestir.

—¿Eso? No entiendo…

—Me refiero a lo que hablamos hace unos días.

—Ah, eso —dijo y se paró. Buscó su remera. Las palabras, los movimientos, todo en ellos era de una lentitud desesperante, como si tuvieran que pensarlo cinco veces antes de hacerlo.

—¿Hasta cuándo? —preguntó ella.

—Ya es tarde. La gente comienza a andar.

—Yo me voy a quedar aquí.

—Vamos.

—Te repito: yo me quedo aquí —insistió ella. Volvieron a mirarse en silencio. Ella sacudió la cabeza, hizo un gesto y volteó hacia el cielo—. Me das lástima —dijo, ya sin mirarlo.

El cielo comenzaba a aclararse, primero desde el este, borrando lentamente las estrellas. No tardaría en salir el sol. Él buscaba su remera. Ella seguía sobre la manta, la cara hacia el cielo, semidesnuda.

—Deberías vestirte —dijo él.

—Así estoy cómoda.

—Está bien. ¿Has visto mi remera?

—¿Tu remera? ¿Qué se yo dónde está tu remera?

—No la encuentro… podrías ir vistiéndote, nos tenemos que ir.

—Cuando encuentres tu remera, me visto.

—Si te vistieras, podrías ayudarme a buscar.

—No me quiero vestir.

—Por favor, hablo en serio.

—¿Desde cuándo? Vos nunca hablás en serio.

—Por favor… amanece.

—Entonces, si hablás en serio, ¿por qué no me explicás qué te pasa?

—Me quiero ir, eso es todo. Me hace frío.

—¿Y así es como se terminan las cosas para vos?

—Por hoy, todo ha terminado.

—Habíamos planeado ver el amancer.

—Habrá otra oportunidad. Hoy no.

—Andate solo… Yo me quedo.

—Está bien, me voy. Necesito mi remera.

—Buscála solo.

—¿Podrías ayudarme? Tengo frío.

—Por mí, congeláte.

—Por favor.

—No sé dónde está, buscala por ahí, sobre el pasto…

Durante unos segundos no se movieron. Tampoco hablaron, ni se miraron. Ella soltó una carcajada.

—Me lo imaginaba —dijo él y la miró—. La tenés vos. Dámela ahora…

—Estás loco, yo no la tengo.

—¡Dámela ahora!

—Fijate en la mochila, llorón.

Hubo otro silencio breve. Caminó hacia la mochila, se arrodilló, la abrió y metió la mano. Estuvo un rato así, con la mano dentro de la mochila, la espalda desnuda, encorvada. Ella se tapó la boca, intentó sin éxito contener una carcajada.

—Me imaginaba. Éstas son las cosas que te hacen feliz —dijo él.

—¿Te parece que soy feliz? ¿Esto es felicidad?

—Son las pequeñas podredumbres que te llenan de alegría —dijo, aún arrodillado, sin sacar su mano de la mochila.

—Vos perdés tu remera y yo soy la culpable. ¿Así funcionan las cosas?

—No es la remera —dijo él. Estuvo unos segundos callado, sacó su mano de la mochila—. Es la forma de actuar, tus mecanismos.

—No soy una máquina, no tengo mecanismos.

—¡Mierda! ¿Una vez en la vida podrías dejar de hacerme sentir una basura?

—¿Alguna vez en la vida podrías dejar de arruinarlo todo? Sólo quería que cumplieras tu promesa, sólo quería ver salir el sol a tu lado. ¿Es mucho pedir?

—Si no sos feliz conmigo, podés buscarte otro.

—No digás pavadas. Quiero que salgamos de todo esto… juntos.

—No puedo, no sé. No te entiendo.

—Es simple. Salgamos de esto juntos… como un equipo de rugby, todos hacen fuerza…

—Sí sí, ya sé: empujan hacia el mismo lugar. Perdóname, pero no es mi estilo.

—¿Estilo? ¿Desde cuándo te preocupa tu estilo?

—Dejá de burlarte.

—No me estoy burlando, es que simplemente sos patético.

—Está bien, soy patético y me voy.

—Claro, esa es tu manera de solucionarlo. ¿Hasta cuándo?

—No sé, pero creo que no nos queda mucho.

—Bueno, como quieras. La próxima vez no voy a abrir la puerta, no voy a atender tus llamados. ¿Está claro?

—Me quiero ir, ya es de día.

—¿Es eso de nuevo? El maldito miedo que te obliga a hacer todo esto…

—¡Oh, otra vez no!

—Son ellos y su vida de mierda. ¿Cuándo fue?

—No es por eso.

—Entonces, ¿qué te pasa?

—No sé. Es… no me siento seguro.

—Antes de desnudarme parecías el hombre más seguro del mundo. Y hasta eras dulce. Siempre es así. Empieza como un cuento de hadas y acaba como la más asquerosa película de terror. ¿Hasta cuándo?

—A veces las cosas no son como uno espera.

—¿Hasta cuándo? Su vida de mierda no tendría que afectarnos. No es justo. Yo no soy ella y vos no sos él. Al carajo sus peleas. Nosotros somos otra cosa.

—Esta vez me voy, en serio.

—¿Es miedo? Tenés miedo de que acabemos así. Y lo peor es que acabamos igual que ellos. ¿Te das cuenta? ¿No te parece estúpido? Siempre decís que no querés que terminemos como ellos. ¡Y es eso mismo lo que nos lleva a terminar de la misma manera!

—Ya es de día, me voy. Te llamo a la tarde.

—No te voy a atender.

—Me vas a atender, siempre lo hacés.

—Esta vez no, esta vez es definitivo.

—Eso lo decís siempre. No te creo.

—Esta vez va en serio.

—Chau, me voy.

—Con vos se va nuestra última oportunidad —dijo ella. Pero él ya se alejaba, dándole la espalda, mirando al suelo, con el torso desnudo—. ¡Eh, acabo de encontrarla! —gritó, mientras agitaba una remera negra.

Él no se detuvo, caminaba lento. Necesitaba llegar a su casa, darse un baño, dormir. Se movía entre gente correctamente vestida que volteaba para mirarlo o, simplemente, se esforzaba para no hacerlo. El sol le pegaba en la espalda desnuda. Sólo quería llegar a su casa. Bañarse. Necesitaba dormir, sólo dormir.

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