EL MAR HEREDADO | Un relato de Gabriel Guanca Cossa

A Juanjo Hernández

De mamá también heredé mi oficio y el dolor de espalda que causa lavar esta cantidad de ropa en pocas horas. Siento que nací para poner agua y jabón en una pileta y fregar prendas, como lo hacía ella. Así, a mano, lavo la ropa hedionda que me traen cada mañana. Con la plata que gano comemos. Si quedan monedas, ahorro para comprar un lavarropas que me ayude con la tarea.

Todos mis días son iguales. Me despierto temprano, desayuno y después lleno los baldes, separo el jabón y el suavizante. Dejo todo listo porque a las siete en punto me entreguen la ropa sucia.

A media mañana se despierta mi hija. Tomo un descanso, aprovecho para acompañar su desayuno. Y después, de nuevo a lavar. Casi siempre, antes de echarle jabón al agua, vuelve la imagen de mi mamá fregando y enjuagando, colgando ropa de manera mecánica. Aunque hice todo para evitarlo, creo que mi hija también me recordará así.

Al principio mamá charlaba conmigo mientras lavaba la ropa. Yo estaba todo el día en la casa, no iba a la escuela. Pasaba las horas en el patio, muy cerca de ella.

Te voy a contar algo, me decía con voz entrecortada. Se quedaba callada un rato, como si estuviera organizando recuerdos o inventándolos. Yo esperaba que volviera a hablar, sin dejar de mirar sus manos, su cara y ese mechón de pelo canoso que le caía sobre la frente a cada rato, aunque ella lo acomodara una y otra vez.

Contaba siempre variaciones de la misma historia. Las palabras le salían entre soplidos. Demoraba el final, porque entre palabra y palabra refregaba la ropa y respiraba agitada.

Un día dejó de contarme historias. Quizá fue sucediendo de a poco, pero en mis recuerdos es un silencio brusco. Una situación que recién ahora comprendo. Entre palabra y palabra ella se distraía, se agitaba y descuidaba su labor. Y eso no nos convenía: cuanta menos ropa lavara mamá, menos plata ganaría.

Durante un tiempo me concentré en dejarla tranquila. Sabía que ella me miraba de reojo, por eso intentaba mostrarme entretenida. Pensaba que eso la tranquilizaría y le permitiría concentrarse en lavar más y más.

La verdad es que fueron las siestas más aburridas que pasé. Sentada sobre el patio de tierra me imaginaba que la ropa colgada tenía vida: pantalones que movían sus piernas, remeras que agitaban sus brazos, corbatas que se retorcían como víboras.

Hasta que el aburrimiento se hizo insoportable. Entonces le pedí algo de ropa para lavar, quería ayudarla. Me dijo que era muy chica para esas cosas, que no sabría hacerlo y que terminaría estropeando alguna prenda. Me dio tanta bronca que le grité. Le dije que estaba aburrida y que tenía ganas de llorar.

Mi mamá dejó de lavar, se secó las manos en la pollera y me agarró del mentón. Tenía las manos frías, ásperas y con olor a jabón. Me soltó, buscó debajo de la pileta y sacó un balde celeste. Lo llenó con agua y le echó un puñado de jabón.

Me acerqué al balde. La vi meter la mano y sacudir el agua hasta formar una espuma blanca. Me dijo que jugara con eso hasta que ella terminase de lavar. Pero yo no entendí qué debía hacer, así que me pasé el resto de la tarde agitando el agua y viendo cómo se formaba la espuma.

Mamá terminó de lavar muy tarde. Ya era de noche. Me dijo que le dolía mucho la espalda, que se iba un rato a la cama. Yo sabía lo que debía responder: no tengo hambre, mamá. Me voy a la cama con vos, le dije.

Nos acostamos. Antes de dormirse me contó que mi abuela era lavandera. Yo también me aburría cuando tenía tu edad, dijo mamá. Y me contó que mi abuela le había enseñado cómo entretenerse con un balde, agua y jabón. Era una magia para mí, me dijo. Le respondí que a mí no me había parecido mágico. Sonrió y me contó el secreto.

Al otro día mamá tenía doble cantidad de ropa para lavar. Ni me miró cuando saqué el balde celeste. Puse agua y jabón y traté de imitar el juego que mi abuela le había enseñado a ella cuando era chica.

Así que yo era viento, las espumas eran nubes y el fondo del balde era el cielo. Después era al revés. El cielo era cielo y el fondo del balde era el mar. Las espumas eran islas pequeñas. Lástima que nunca pude ver un barco.

Un día me aburrí de eso. Mi mamá se las ingenió para inventar más juegos e historias. Ahora me doy cuenta de que nada superó el juego del balde con espuma.

Mi mamá dejó de lavar ropa cuando se enfermó. La última vez que la vi fue en el hospital. Estaba dormida y no me dejaron hablarla. Me fui a vivir con una de mis tías. Un año después mi mamá murió.

No quiero recordar lo que pasó después. Hay imágenes y olores que sobreviven y otras que se borran. Tengo un recuerdo para cada momento. Por eso, cada vez que veo la espuma o cuelgo algún pantalón, me acuerdo de mi mamá, de sus manos ásperas y frías, de sus historias. Recuerdo sus intentos de meter cielo y mar en un balde para entretenerme. Esa actitud desesperada que recién hoy comprendo, cada vez que lleno de agua un balde, le echo jabón y se lo entrego a mi hija para que juegue.

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