Enzo era un hombre que cumplía años el día de los muertos y siempre lo festejaba con cuatro familiares.
Cada cumpleaños lo visitaban su abuela materna y tres tíos. Pero un dos de noviembre se encontró solo en su casa. Sus parientes no habían ido a verlo.
Se habrán olvidado, pensó Enzo. Y como sabía dónde encontrarlos, puso comida y bebida en una mochila y salió a reunirse con ellos.
Los encontró juntos y era como si lo hubieran estado esperando. Armó la fiesta ahí nomás y pasó el día comiendo y bebiendo.
Si bien sus parientes eran gente de pocas palabras, ese día estaban más callados que de costumbre. La comida que les había servido estaba intacta. No tomaron el vino.
Se hizo de noche. Los parientes se fueron de golpe y sin despedirse, como siempre. Un hombre alumbró a Enzo con la linterna y le pidió que saliera. Se paró y salió del lugar. La fiesta había terminado y Enzo caminaba despacio. Mientras se alejaba escuchaba el ruido de las cadenas que se ajustaban y aseguraban los portones de hierro del cementerio.