Me llamo Antonio Pérez Zelarayán. Maté a dos de sus hombres y herí a otro. Los demás no cayeron porque un soldado viejo, a punta de fusil, me obligó a soltar el puñal.
Había parado en lo de Don Carlos. Ocupaba la mesa que daba al patio. La luna llenaba de luz el lugar. Uno, más bien bajo, se acercó y me dijo que me levantara. Le vi la cara, el bigote, los ojos sin brillo. Atrás apareció el otro.
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30 de julio. Teresita tampoco sabe explicarme qué está pasando. Son los incendios, me ha dicho mi madre anoche. A papá se lo pregunté esta mañana. No es asunto de señoritas, me ha dicho.
El atardecer tiene otro color, ahora que el humo se alza sobre los cerros. Son los incendios, repite mi madre, cada vez que se acerca a la ventana.
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Alguien hizo callar las guitarras y en la carpa sólo se escuchó una carcajada. El que estaba detrás del petiso escupió antes de hablar: negrito, esta mesa es nuestra.
Le contesté que había llegado antes que ellos, por lo tanto podía quedarme ahí si quería. Se escucharon susurros. Un grupo de ocho o diez hombres nos rodearon.
¡Que te levantés, bellaco!, gritó el petiso, y el que estaba detrás largó un aullido. Éstos no me conocen, pensé antes de tomar un trago. Les dije que no me molestaran, que no sabía quiénes eran y quería terminar la noche en paz. Uno me trató de cobarde y el otro, el petiso, agarró mi botella de vino. Vení, vení para acá, me dijo, mientras se la llevaba a otra mesa.
No sé usted, pero pienso que con algo así basta para que un hombre reaccione. Nadie dijo una sola palabra, ni siquiera yo, que los miraba con atención. Había un soldado con un fusil. Había otro parecido a él, más joven, con las manos vacías en ese momento, que después me atacaría con una lanza.
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15 de agosto. Esta mañana volvió papá. Lo escuché bajar del caballo, caminar por el patio. Al rato abrió la puerta de una patada y entró. Tenía la ropa manchada con sangre, el puñal en la mano. Mamá le ofreció una camisa limpia. Él la ignoró y después le dijo que estaba apurado. Ya van dos semanas que actúa así.
Mamá dice que son los incendios, que el fuego se acerca haciendo cenizas todo lo que encuentra.
Ya casi no pregunto qué pasa. Estoy segura de que me mienten, se lo dije ayer a Teresita. A ella le prohibieron hablar de este tipo de cosas. Su padre y su hermano todavía no han vuelto.
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Estos no me conocen, dije en voz baja; recordé las palabras de mi madre, que siempre me aconsejaba dejar quieto el cuchillo, retirarme en caso de pelea. No vayas a terminar como tu padre, me decía.
Le aclaro que no soy pendenciero. Pero cuando me buscan, no tardan en encontrarme. Mi padre me enseñó a defenderme, a trabajar y a respetar a los demás. Yo no entendía por qué actuaban así conmigo, pero estaba seguro de algo: me estaban atacando, me estaban faltando el respeto. Era una injusticia y mi padre decía que la obligación de todo hombre era luchar contra los injustos y los guarangos.
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16 de agosto. Sé que me mienten. Mamá ya está guardando todo en las valijas. Anoche volvieron a discutir. Ella no quiere dejar la casa. Apuráte mierda, vienen degollando y violando a las mujeres, apuráte, le ha gritado él.
18 de agosto. Igual que ayer. El fuego está más cerca. Las ráfagas me acercan el olor de los pastos quemados. Esta mañana vi pasar carretas llenas de bolsas. Llevan maíz, según mamá. Llevan lo que pueden salvar de las llamas, dice.
Hace un rato han vuelto a discutir. Mamá le ha dicho que estaba hecho un diablo. Pero él actúa como si no escuchara.
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El petiso había dejado la botella sobre la mesa que estaba cerca de los guitarreros y volvía hacia donde estaba yo. Me paré, me saqué el poncho y lo puse sobre la silla. Te ha hecho calor, dijo el otro, mucho más alto que yo y de pecho amplio. Escuché que reían mientras el petiso tiraba cebo de vela sobre mi poncho. Eso ya era un abuso.
Mi madre me enseñó utilizar la palabra; de mi padre aprendí el uso del puñal cuando la palabra no alcanzaba. Para eso me había obsequiado un cuchillo de madera y todas las tardes, al volver de su trabajo, me enseñaba los secretos de su manejo. Aprendí a marcar, a herir, a matar.
Empuñé el cuchillo sin hablar y tiré mi poncho encima del petiso.
El más grande estiró el brazo para agarrar una botella y le brilló un botón: le puse el puntazo justo al lado de la bolilla de metal y lo dejé quieto. Al otro no le di tiempo de sacarse el poncho de la cara: se la puse en el cuello.
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19 de agosto. Ya está toda mi ropa en la valija. Pasado mañana salimos hacia el sur. Papá, en cambio, va a quedarse acá. Dice que después se unirá a nosotras, que vayamos tranquilas. Ha envejecido bastante, o al menos eso me parece. Lleva días sin bañarse, sin siquiera afeitarse.
Me ha dicho que tal vez se cruce con Eusebio. Le pedí que le entregara un sobre. Me ha prometido que lo hará.
Le regalé mi lazo de pelo. Lo voy a llevar aquí, hija, me ha dicho. Se lo ató en el brazo izquierdo. Sé que le va a dar suerte en lo que sea que le toque hacer.
No he tenido noticias de Eusebio. Estoy preocupada y se lo hice saber a mamá.
Escribo para tranquilizarme, como aquellos que se ven sorprendidos por una tormenta y la atraviesan pensando en los días de sol, pasados o por venir.
Mientras lo hago escucho el murmullo de la gente que pasa por aquí, el grito de quienes arrean los animales, el canto de un gallo perdido entre el ruido de las carretas.
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Uno de los hombres, el que alimenta el fuego, me ha preguntado quién soy. Me llamo Antonio Pérez Zelarayán, le he dicho mientras nos acomodábamos al costado del camino.
Hemos pasado gran parte de la noche charlando, quizá por temor al silencio.
Ahora desparrama las brazas con un palo. Hace un rato llegó el relevo. Mientras nos preparamos para dormir, se me ocurre contarle que cuando era niño tenía un cuchillo de madera. Lo había tallado mi padre, la punta redonda para que no me lastimara y mis iniciales en el cabo. Los atardeceres me recuerdan a él, le digo, el olor a bosta de vaca también.
Volvía cuando el sol era una rayita naranja sobre los cerros, se bajaba del caballo y me buscaba; me acariciaba la cabeza, la cara, y entonces yo sentía ese olor que, años después, reconocería en los lazos de los gauchos que arreaban el ganado hacia el norte; me preguntaba por mi madre y, sin escuchar la respuesta, me decía “traé el cuchillo”.
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21 de agosto. Esto es una locura. Afuera, los gritos de mi madre se mezclan con el crepitar de las llamas que cubren la pieza del fondo.
Hace un rato estuve mirando hacia afuera. Un hombre a caballo apareció detrás de la pieza incendiada. Se bajó, caminó hacia la ventana y me preguntó por mi padre. No hizo falta que le respondiera, papá ya se acercaba. Se saludaron, acercaron la carreta y comenzaron a cargar algunos muebles, las valijas, comida y herramientas.
Antes de salir, papá nos abrazó y nos dijo que nos vería allá, en el sur.
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Me llamo Antonio Pérez Zelarayán, le digo.
Entonces es usted, me dice el joven y me pide que lo siga.
Hay un arroyo y, del otro lado, a la sombra de un árbol de tala, un grupo de no más de diez soldados. Me dice que lo espere, se adelanta unos pasos y grita: Don Miguel, acá está el que usted mandó a llamar. Al rato, le responden que me lleve. Cruzo el arroyo (angosto y de poca profundidad) y me detengo.
Miguel Aráoz, un gusto, me dice el hombre a quien he salvado hace unas horas. Quiero agradecerle el gesto, muy valiente de su parte, dice con la mirada puesta en las manos de quien le venda la pierna. Le digo que para eso estoy, y me contesta que puedo pedirle lo que necesite.
Uno de los patriotas quería entregarle esto a un tal Eusebio. Espero que usted pueda, digo, y le alcanzo el papel.
El hombre había caído a la orilla del río que llaman Las Piedras. Quise llevarlo conmigo, pero se negó a subir al caballo, y de su pecho ensangrentado sacó un sobre que, según él, era para Eusebio.
¿Eusebio? ¿Quién será ese tal Eusebio?, dice Don Miguel.
Señor, mejor cumplir los deseos de quienes mueren en batalla.
Claro que sí, dice mientras lo agarra. Se lo voy a dar… primero tengo que encontrarlo.
Se queda callado un rato, guarda el sobre y me dice: voy a felicitar a Díaz Vélez por la calidad de hombres que comanda. Tengo un obsequio para usted, agarre.
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22 de agosto. Temo que, al volver, nada sea igual. Los campos, los animales, el canto de los pájaros: todo ha quedado atrás, devorado por las llamas, borrado por el humo. Nuestro árbol y aquel beso, la promesa y lo que talló Eusebio con su puñal. Me pregunto si todo eso también ha sido devorado por el fuego.
La marcha es lenta, como las horas que alimentan esta pesadilla. A medida que nos alejamos, los gritos y lamentos van cesando. El cansancio y la resignación han ido callándonos de a poco. Ahora sólo se escucha el resoplido de las mulas que tiran de las carretas. De a ratos, un hombre a caballo se nos adelanta, da algunas indicaciones a quienes llevan la delantera y regresa a la retaguardia. Dios bendice a quienes contribuyen, con su esfuerzo, a la causa sagrada de la patria, dice.
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El hombre estaba tirado a la orilla del río. Me bajé del caballo y me acerqué. Vi que llevaba el distintivo; quise ayudarlo, pero no me dejó. Me preguntó si era patriota. Saqué el puñal y le mostré la cinta que llevaba atada. Me dijo que lo mismo daba, que fuera patriota o no. Me dijo que ya no le quedaba mucho. Me dijo algunas cosas más, mientras metía una mano en el bolsillo de su chaqueta, sacaba un sobre y me lo acercaba.
Hagalé llegar esto a Eusebio. Juremé que se lo va a entregar. Lo prometí y ya ve que no lo voy a poder cumplir, me dijo.
Arrancó un lazo de pelo que tenía atado en su brazo izquierdo y lo apretó contra su pecho. Cerró los ojos, se acomodó de costado, dándome la espalda, y no me habló más.
Me guardé el sobre y lo dejé tirado ahí. Mientras me alejaba creí escucharlo llorar. O tal vez hayan sido unas últimas palabras dirigidas al viento, a la nada, a algún ser amado. Tal vez. O quizá el último gramo de aire previo a la muerte.
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30 de agosto. Seguimos camino. El hombre a caballo va y viene. Él es quien nos dice cuándo detenernos, cuándo seguir. Mientras mastico el charqui, escribo. Durante el descanso anterior terminé otra carta para Eusebio. Se la daré en cuanto lo vea.
El hombre a caballo acaba de pasar. Anochece y el río está próximo, puedo escucharlo. Dice que mañana, al alba, vamos a continuar el viaje. Yo aprovecho las últimas luces para escribir.
Me pregunto si mi padre ya ha visto a Eusebio. Nadie sabe decirme cuánto más nos falta recorrer.
Durante el almuerzo escuché rezar por los patriotas. Una mujer pidió a Dios que protegiera a nuestros hombres. Intenté hablar con mi madre, pero una vez más se negó a decirme la verdad.
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Piense que va a luchar por su libertad, me había dicho el general Díaz Vélez. Estábamos solos, con una botella de vino tinto de por medio y una vela que iluminaba nuestras caras de forma negligente. Un rato antes había escuchado mi versión de los hechos y, después de unos minutos de silencio, me había dicho: gente como usted va a hacer falta. Dos o tres hombres, entre ellos el viejo que me había detenido, se negaron a aceptar que me dejaran con vida. Ha matado a dos de los nuestros, argumentaban con razón.
Por eso mismo, si quiere seguir con vida va a tener que enmendar esa pérdida: peleará por la patria como si fuese dos, hasta tres hombres… ¿Será capaz?, había dicho Díaz Vélez, mirándome a los ojos.
Más tarde me hicieron pasar a una pieza. Entró Díaz Vélez y dejó una botella de vino y dos vasos. Sirva, me dijo. Vengo a hacerle una propuesta.
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5 de septiembre. Por encima de los sombreros y pañuelos, he podido observar a los que habían salido primero, allá lejos, subiendo o bajando alguna loma.
Recordé las veces que mi padre había entrado en la casa y le había pedido a mi madre que le ayudara a guardar la leña. Se viene un temporal, decía, mientras acomodaba los troncos en un rincón. Yo me acercaba a la puerta, los veía correr con la leña en brazos, y más allá veía la marcha sin prisa de las nubes. Algunas, las más bajas, caían a pedazos sobre los cerros y se quedaban ahí. Temporal, repetía él, mientras guardaba la leña, ayudado por mi madre.
Yo no dejaba de mirar las nubes: iban hacia el norte, empujadas vaya a saber por qué viento, que nosotros acá no percibíamos. Cubrían los cerros y era como si el espacio entre cielo y tierra se hubiera estrechado de repente. Y ellas ya no avanzaban, ni retrocedían. Se quedaban ahí, cubriéndolo todo. Después venía la lluvia.
La gente, los animales, el paso continuo, me recuerdan las nubes del temporal.
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Antes de seguir camino, Manuel Belgrano se acerca a nosotros. Sepan que este pueblo ha contribuido en todo, dice. Tanto los hombres que sirven a esta causa, como sus mujeres e hijos, que han ayudado a que el enemigo no encuentre más que vacío y soledad, y con esto lo han debilitado, dice mientras nos recorre con la mirada.
Sepan también que cada uno regresará a su hogar y que el futuro les tiene reservado un lugar de privilegio entre quienes han peleado por romper las cadenas de la opresión y la esclavitud, a lo largo y a lo ancho de nuestra tierra, dice.
También dice que hemos aguantado un ataque, con una sola pérdida y algunos heridos, y que eso es una señal: Dios y la Virgen nos iluminan y nos acompañan en el camino hacia la victoria.
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3 de septiembre. Durante toda la mañana he visto cuatro cuervos que volaban sobre nuestras cabezas. No los he perdido de vista ni un segundo. Volaban en círculo. De a ratos, uno se desprendía del grupo, daba unas vueltas en soledad y volvía.
Hemos parado para almorzar. Otra vez charqui. El hombre a caballo ha pasado diciendo que debemos rezar por el descanso de quienes van quedando en el camino.
Mi madre se ha persignado tres veces cuando le señalé el cielo.
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Ya estoy arriba del caballo y me quedo unos segundos mirando la mano que aprieta el lazo. No pienso, o mi pensamiento no es más que eso que miro: una mano que sujeta un lazo.
Comienzo a andar, y ahora tengo todo ese cielo limpio, sin nubes, encima de mi cabeza. Parece interminable, algunas nubes sobre los cerros me ayudan a distinguir el límite con la tierra.
A los pocos metros me alcanza Díaz Vélez. No se olvide: es su libertad, la de todos, dice y se adelanta. Me lo ha recordado cada vez que me ha visto, a lo largo del camino. No va a dejar de hacerlo, está en todo su derecho.
Es mi libertad, la de todos, repito, mientras lo veo alejarse levantando polvo. Más arriba, tres pájaros negros dan vueltas, coronan nuestra marcha. De a ratos, uno se desprende del grupo, da unas vueltas en soledad y vuelve a unirse a los otros.
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6 de septiembre. Me pregunto si Eusebio ya ha leído la carta que le mandé con papá. Todavía no tengo noticias de ellos. Sé que Dios y mi amor los acompañarán y nos reunirán a todos, en el lugar que le parezca más apropiado. Atardece. A medida que el sol se apaga comienzan a encenderse algunas estrellas.
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El fuego ya alumbra y calienta a quienes nos hemos parado a descansar.
Hasta ahora, todo lo que hemos hecho es dejar fuego a lo largo del camino, le digo a uno de los hombres. Me mira, mientras desparrama las brazas.
Se ríe y me pregunta quién soy. Me llamo Antonio Pérez Zelarayán, le digo, mientras me acomodo cerca de las llamas para pasar la noche aquí.
Mejor va ser dormir, ahora que ha llegado el relevo, me dice.
Me quedo mirando la leña encendida: todo está siendo fuego hasta ahora. Todo. En unas horas, cuando comience a clarear, los bordes del cielo también van a tener ese color. Va a ser como todo este fuego, la señal de que tenemos que seguir camino al sur.
En «Camino al sur» imaginé historias que pudieron haber sucedido durante el Éxodo Jujeño. Aproveché un momento histórico para imaginar vidas e historias posibles y quedó este relato, con el cual obtuve una mención en el Segundo Concurso Literario Regional del Noroeste en 2012.