ALAS DE ÁNGEL | Un relato de Gabriel Guanca Cossa

Lo último que vio antes de salir fue el pedazo de papel sobre el piso. Había acompañado a Elisa hasta la puerta y se había quedado parado en el umbral, mientras ella caminaba hacia donde estaba el niño, rodeado de cuatro cañas clavadas en el piso de tierra, sobre las que se derretían las velas.
Él evitaba ver al niño. Sabía dónde estaba y por qué. Sabía el color de ropa que le habían puesto. Trataba de imaginar cómo se vería cuando Elisa pusiera las alas ahí.
Recorría cada detalle del lugar con la mirada. Las paredes, el piso de tierra, los pies de cada uno de los que estaba ahí, algunas caras, el techo. Cerraba los ojos, los volvía a abrir y miraba a Osvaldo, hermano de Elisa, junto a su mujer. Miraba las alas, la espalda de Elisa. Cerraba los ojos de nuevo.
Anoche, ya tarde, cuando estaban a punto de irse a dormir, Elisa caminó hasta el armario y sacó un paquete de velas.
—¿Qué hacés?
—Voy a prenderle una vela a San Expedito, haceme lugar en la mesa.
—El sábado fue diecinueve…
—Ya sé. Voy a pedir por Francisquito, que va a venir en estos días.
—Elisa, es tarde. La prendés mañana a primera hora.
—Haceme lugar acá, por favor.
—Es tarde.
—Un ratito nomás. Haceme lugar, que la voy a traer a La Dolorosa también.
Asintió sin mirarla, sacó todo lo que había en la mesa y lo puso sobre una silla. Se quedó parado, de espaldas a la mesa, mientras ella iba y venía.
Escuchó el chasquido del fósforo al prenderse; después le llegó el olor del cebo de vela derretido. Volteó y la vio rezando con los ojos cerrados.
Entró al baño. Al salir la encontró sentada, de espaldas a la vela.
—Alguien debe andar en el fondo, escuchá cómo torean los perros —dijo ella. Casi de inmediato se escuchó un golpe en las chapas y, otra vez, el ladrido de los perros—. ¿Qué será?
—No sé.
—Andá a fijarte.
Asintió y salió por la puerta trasera. Se quedó un rato parado, mirando la punta de sus pantuflas. Levantó la mirada, evitó el techo y vio el cielo despejado, lleno de estrellas. La luna iba ascendiendo de a poco, pero aún no lograba verla. Estuvo un rato ahí, hasta que no aguantó el frío y entró. Ella seguía de espaldas a la vela.
—¿Qué era?
—Gatos en el techo —le respondió.
Se acostaron y lo que cada uno recordaría de esa noche sería totalmente distinto.

Elisa preparaba la cena y le contaba un sueño que había tenido cuando dormían la siesta. Se había acordado por la tarde, cuando volvía del hospital a la casa. Ella estaba en una estación de tren. Era de noche, había un sólo foco y ella era la única que estaba ahí. Todo lo demás era oscuridad, era vacío. Como si fuese una película, ella se ubicaba por encima de todo y se miraba a sí misma. Esperaba a una persona que vendría en el próximo tren. Una persona que no conocía.
—¿Esperabas a un desconocido? —le preguntó él.
—Sí. No te sabría explicar. Era muy raro. Esperaba a una persona que quería pero que no conocía.
Estaba sentada en un banco de madera, un banco largo ubicado debajo del único foco que había. Se veía a sí misma sentada, moviendo los pies con impaciencia. Y ahí nomás volvía a mirar todo desde arriba: el tren se acercaba a la estación. Era de noche. Las luces de los vagones estaban prendidas. La luz se filtraba por las ventanillas y rozaba el pasto. El tren cruzaba el campo como un gusano luminoso. Ahora podía ver el tren, cada vez más cerca, se paraba, caminaba impaciente.
—Pero no paraba. El tren pasaba de largo —dijo Elisa.
—¿Y qué hacías?
Se quedaba parada, quieta, con una sensación horrible en el pecho. Una sensación que persistiría, que no la dejaría en paz durante el resto de la tarde y que empeoraría cuando le dijeran que a su cuñada la habían llevado de urgencia a la maternidad.
—¿Y la persona que ibas a conocer en sueños?
—No la vi, el tren se fue.
—¿Ni siquiera la cara?
No, el único pasajero del tren leía un libro, la cabeza gacha y un sombrero que no dejaba verle la cara. Había sido como esperar a alguien que, sin haber llegado, se iba.
—Era un sueño más, pero me he despertado angustiada. Todavía siento la necesidad de volver a la estación y conocer a esa persona.
—Te entiendo, a veces pasa.
Había intentado volverse a dormir, para regresar al sueño, perseguir el tren y conocer a aquella persona. Pero no pudo hacerlo y, mientras caminaba hacia el hospital, repasó una y otra vez cada momento de ese sueño, que más adelante llamaría pesadilla.

Elisa caminaba hacia el niño. Nadie se movía. Los susurros habían cesado y el centro de todo era ella: cargaba las alas hechas con papel, se acercaba al niño. Debería detenerla, acabar con todo de una vez. Sin embargo, le miraba la espalda, las piernas, los zapatos. Caía un pedazo de papel del color del algodón. Caía despacio, como una pluma, pero era papel.
Ayer al mediodía, mientras almorzaban, Elisa le había dicho que sentía olor a vela. Un olor muy fuerte a vela, al cebo de la vela derretido. Y él se había quedado pensando en eso, en lo que decía su abuela cuando alguien hacía ese tipo de comentarios.
—No huelo nada.
—Es como una ráfaga, ahí viene de nuevo.
—No, nada. Se te habrá hecho.
Durmieron la siesta. Por la tarde, le convidó unos mates antes de que ella se fuera al hospital, a visitar a la mujer de Osvaldo.
Estuvo solo más de una hora. Durante ese tiempo, repitió dos veces el mismo procedimiento: vació el mate y lo llenó de yerba nueva. Sacó la pava antes de que el agua hirviera y volvió a sentarse. Cuando llegó Elisa, le preguntó por qué había vuelto tan rápido.
—No estaba, la han llevado a la ciudad —le respondió ella.
—¿Cuándo?
—Al mediodía.
—Qué les costaba avisar.
—La han llevado de urgencia.

En la vereda había un bombo y dos guitarras. Los hombres lo saludaron con un abrazo, las mujeres le dieron dos besos. Elisa cargaba las alas y él llevaba la bolsa llena de flores hechas de papel.
En la vereda, Elisa les contaba a las demás mujeres la pésima noche que había pasado: —No he podido pegar un ojo. No sé, es una cosa que me ha agarrado en el pecho. Como una opresión, no sé cómo explicarlo —dijo, se tapó la boca y la nariz con el pañuelo y lloró.
La miró hasta que un hombre le convidó un mate.
—Tiene unas gotitas de ginebra —le advirtió, y se quedó a su lado, esperando a que acabara el mate y se lo pasara.

Ayer al mediodía, Elisa le había dicho que sentía olor a vela. Él recordó lo que su abuela, y después su madre, decían cuando una persona hacía ese comentario sin que hubiera una vela cerca.
Más tarde durmieron la siesta y Elisa tuvo un sueño que, después de todo lo que pasó, cobraría sentido y pasaría a llamarse pesadilla.
Se lo contó por la noche, mientras cocinaba. Ella no iba a comer demasiado, no tenía hambre. Era más bien aflicción lo que sentía, un nudo en la boca del estómago.
—Tomate un té.
—Ni eso, no puedo tragar ni saliva.
—Elisa, quedáte tranquila. Mañana temprano viajamos a la ciudad y la visitamos.
—Habrá que salir a primera hora.
—Sí. Volvemos al mediodía.
—Esta noche dejo todo listo.
Hacía dos días que Elisa se mostraba preocupada. Respondía con monosílabos a sus preguntas y se negaba a contarle qué le pasaba.
Durante una de esas noches habían tenido una breve charla. En la pieza, antes de dormir, él le había preguntado qué le pasaba.
—Nada —le había contestado ella. Que no le pasaba nada y la charla se cortó ahí, porque salió de la pieza y volvió a entrar; dejó un vaso con agua sobre la mesita de luz y prendió la lámpara.
—¿Seguro?
—¿Qué cosa?
—¿Seguro que no te pasa nada?
La miró dar un par de vueltas antes de sentarse a su lado.
—Bueno, sí, pasa algo.
—Contáme.
—Estoy preocupada…
—Contáme —insistió él.
—Hoy fui a lo de Osvaldo, la he visto a mi cuñada.
—Ah… no sabía. ¿Y cómo va eso?
—Se le ha complicado un poco y la han llevado al hospital, por las dudas.

Osvaldo y su mujer estaban al lado del niño. No se movían de ahí más que para saludar a quienes se acercaban. Elisa estaba en el patio, sosteniendo las alas que horas antes había preparado.
Él dejó las flores de papel sobre la mesa. Después caminó hasta el patio. Elisa contaba que esa noche no había podido dormir. Les contó a las otras mujeres que, mientras almorzaba, había sentido olor a vela.
—Me tapó un olor terrible. Él no sentía nada, pero a mí me asfixiaba.
Lo miraron y él asintió callado. También contó que había tenido una pesadilla que la había dejado muy mal. Que todo eso fue ese día que se llevaron a la mujer de Osvaldo a la maternidad.
Las mujeres escuchaban a Elisa, la abrazaban, la besaban. Él era el único varón ahí. Los otros estaban sobre la vereda, debajo de un siempreverde. Se los escuchaba hablar. Al lado del grupo de hombres había un bombo y dos guitarras. Sobre el piso estaba el termo y, al lado, una botella de vidrio que seguramente tenía alcohol.
Él los había saludado al entrar y uno de los hombres, el que ahora mismo levantaba la botella de vidrio verde y tomaba un trago, ese que ahora lo miraba y le hacía un gesto con la botella en alto, lo abrazó y le dio la bienvenida, y él notó que despedía un leve olor a tabaco que se mezclaba con olor a alcohol. No cualquier alcohol, no era olor a vino ni a cerveza. Podría ser ginebra o vodka lo que había en esa botella que aquel hombre ahora le pasaba al otro, al que estaba cebando un mate.

Ayer se había despertado con la idea de visitar a Osvaldo y su mujer en el hospital. Había hecho las cosas de la casa por la mañana, al mediodía comió con su esposo, charlaron y después durmieron la siesta. Fue entonces cuando tuvo ese sueño que no había entendido en principio, pero que después cobraría sentido con cada una de las cosas que le pasarían.
Por la tarde caminó hasta el hospital y se dio con que a la mujer de Osvaldo la habían llevado de urgencia a la maternidad. Entonces volvió y le dijo a su marido que al día siguiente viajarían a la ciudad, y se puso a preparar la ropa y las cosas que llevarían.
Después de cenar le prendió velas a los santos y se puso a charlar con su marido. Esa noche, antes de irse a dormir, escuchó ruidos en el techo y pensó que podía andar alguien arriba. Su marido se fijó y le dijo que eran gatos.
Y ese hecho también cobraría sentido esta mañana, mientras ella armaba las alas de papel. Porque se acostaron y era la segunda noche que ella se sentía mal y no podía dormirse. Sentía que le faltaba el aire y se puso a rezar para tranquilizarse. Pero tampoco así pudo conciliar el sueño y cada minuto que pasaba se le hacía eterno. Mientras tanto, él dormía y ella no tenía con quién charlar, a quién decirle lo que le estaba pasando, lo que pensaba, lo que temía.
Más que nada eso, lo que temía. Porque si él hubiese estado despierto en ese preciso instante, ella le hubiera contado lo que estaba sintiendo y se hubiera tranquilizado un poco.
Sin embargo, estaba sola con ese miedo que se convertía en sospecha y que se hacía realidad en el momento mismo en que le golpeaban la puerta y las ventanas en plena madrugada.
A las cuatro de la mañana. Elisa despertó a su marido y le dijo que había alguien afuera.
—Ya va —gritó él, ante la insistencia.
—¿Quién será? —murmuró Elisa. Se sentó al borde de la cama, se acomodó el pelo y se puso una campera sobre los hombros.
Su marido fue hasta el comedor, se acercó a la ventana y vio que Osvaldo caminaba hacia la calle. Cuando abrió la puerta, Osvaldo ya estaba subido a la bicicleta. Le preguntó qué pasaba, lo invitó a entrar; afuera estaba oscuro y hacía frío.
Osvaldo negó con la cabeza, se acomodó la bufanda y habló: —Hay novedad con el Francisquito. Digalé a la Elisa que a las ocho lo traen, en la casa de la mamá va ser.
Se fue sin despedirse.
Su marido esperó a que Osvaldo doblara la esquina y recién entró. Ella se había sentado y escondía la cara entre las manos. Había escuchado todo.

La sintió llorar contra su pecho. La abrazó9, la besó, le pidió que se tranquilizara. Después se vistieron y salieron de la pieza. Desde ese momento los hechos lo arrastrarían sin que él pudiese reaccionar. Imágenes, palabras, olores, todo en desorden. El amanecer lo encontró sentado frente a Elisa. Sobre la mesa, un montón de papeles, la pava y el mate. Afuera, como siempre, los hombres pasaban en bicicleta o a caballo. Cantaban, silbaban, se saludaban y seguían.
Cebaba mates mientras ella armaba las alas de papel y las flores. Se miraron un par de veces, hablaban sólo cuando se entregaban el mate lleno o vacío.
Elisa terminó de armar las alas y las flores. Mientras él lavaba el mate, ella guardaba todo en bolsas. Se cambiaron y caminaron hasta la casa de la madre de Elisa.

Ahora estaban ahí. Él le apretaba el hombro y le decía que entraran. Elisa se dejaba llevar hasta el portón, sin mirarlo ni hablar. Se detuvieron junto a una planta de jazmín para saludar a un grupo de mujeres. Una de ellas le decía a otra que Elisa iba a ser la madrina. Ese detalle daba paso al relato de Elisa. El olor a vela, la pesadilla previa a su visita al hospital. El llanto de Elisa. La pésima noche, la aflicción. La visita de Osvaldo a la madrugada. Otra vez el llanto de Elisa.
La agarró del hombro y le dijo que entraran. Ella asintió y juntos caminaron hacia donde estaban Osvaldo, su mujer y el niño.
Cuando llegaron, le entregó las alas y empujó la puerta. Adentro había más gente y la única que lloraba era Elisa. Al final había una mesa. Osvaldo y su mujer estaban sentados, uno a cada lado.
Evitó al niño y fijó su mirada en Elisa. Su espalda, su pelo. Llevaba unas alas blancas, hechas con papel: alas de ángel, como les decía ella. Estaban hechas con un papel blanquísimo. Como el algodón, como la tela que cubría la mesa rodeada de cuatro cañas que hacían de candelabros.
Elisa caminaba sin darse cuenta de que una de las alas rozaba el piso de tierra y se ensuciaba. Tampoco se daba cuenta de que las alas del angelito ahora perdían una pluma, un pedazo de papel que caía al piso, lo último que él vería antes de salir de ahí.


Construí «Alas de ángel» a partir de historias reales que escuché a lo largo de mi vida. Historias que me contó mi mamá (ella construyó unas alas de papel para un angelito cuando yo era un niño) y la abuela de mi esposa.

«Alas de ángel» obtuvo una mención en el Premio Municipal «Manuel Mujica Láinez» 2014, que tuvo como como jurado a Selva Almada, Marcelo Birmajer y Leopoldo Brizuela.

Compartílo, eso me ayuda

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *